Ramón Lobo, El País Blog, 19/11/2010
Desde que Malalai Joya denunció a los asesinos no es una mujer libre. Vive en la clandestinidad.
Occidente tiende a escuchar las voces equivocadas. Gusta más quien da la razón que quien trae malas noticias. En la Loya Jirga (Gran Asamblea) del 17 de diciembre de 2003, Malalai Joya, una mujer de 23 años de la provincia de Farah, indicó el camino a seguir en Afganistán: detener y juzgar a los criminales de guerra. Lo dijo delante de los mismos criminales disfrazados de luchadores por la libertad. Esos señores de la guerra, responsables de la destrucción del país y de graves crímenes y violaciones de los derechos humanos, nunca fueron perseguidos. Son intocables. Muchos siguen en el poder o en sus aledaños. Son aliados de EEUU y la OTAN en la lucha contra los talibanes.
Cuando Dick Cheney, vicepresidente de EEUU en 2005, visitó el Parlamento afgano, el embajador de su país le dijo: “Se trata de un Parlamento especial, lleno de narcotraficantes, ladrones y asesinos”. Cheney respondió, según una fuente occidental, con un sarcasmo: “Entonces es igual que el nuestro”.
Desde que Malalai Joya denunció a los asesinos no es una mujer libre. Vive en la clandestinidad. Es una persona estigmatizada, condenada a muerte. En su caso, el burka no es una cárcel, es su mejor protección.
Nuestros líderes invaden países después de leer wiki-lo-que-sea. Deciden qué es lo mejor para sus habitantes sin hablar con ellos, sin preguntarles su opinión, sin conocer sus necesidades. Nadie lee historia, y si la lee, no saca provecho de la experiencia de otros. Hitler no aprendió de Napoleón en la campaña de Rusia.
El Libro de estilo de mi periódico prohíbe escribir (no siempre cumplimos) “servicios de inteligencia”. No está demostrado que dichos servicios sean inteligentes. Afganistán es una prueba; Irak, otra.
Nuestros Gobiernos buscan interlocutores que vistan como ellos, que se expresan en un inglés exquisito de Oxford o Yale. “Pues este chií no parece tan radical como decían”. Pero ese chií no tiene nada que ver con el más de millón de chiíes pobres que se amontonan en el barrio de Ciudad Sáder, en Bagdad. El interlocutor es una excepción creada para que nos diga lo que queremos oír. De la falta de información proceden los errores, las sorpresas y las derrotas.
Un libro que alguien debería leer en voz alta en la cumbre de la OTAN en Lisboa es El arte de la guerra de Sun Tzu. Un ejemplo: “Un Ejército victorioso gana primero y entabla la batalla después; un Ejército derrotado lucha primero e intenta obtener la victoria después.
La reconstrucción en Afganistán está atascada por la guerra. Pero no es el problema mayor. El 80% de la ayuda internacional no llega a los afganos. Se queda en los desagües de la corrupción, en los bolsillos de los indeseables. Occidente carece de visibilidad más allá de miles de soldados equipados con fusiles y gafas de sol. Su imagen hollywoodiense es altanera. No es fácil tener empatía con un armado.
La privatización de la guerra, el llamado Cuarto Ejército formado por mercenarios bajo el paraguas de las empresas de seguridad, es otro error colosal. Empresas como Blackwater, célebre por sus desmanes en Irak (hay sinómimos más precisos) y hoy rebautizada en Xe, actúan con impunidad. Human Rights Watch lo ha denunciado en su último informe.
Otras 29 ONG han hecho público hoy un informe conjunto titulado Sin salida. Fracaso en la protección de la población civil en Afganistán, en el que exigen medidas concretas. 2010 ya es el peor año desde 2001. Entre enero y junio han muerto 1.271 civiles, un 21% más que en el mismo periodo del año anterior. El informe dibuja una panorama desolador: 319.000 desplazados, dificultades de acceso a los servicios básicos y violaciones de derechos humanos.
Mientras, en Lisboa, los dirigentes se dejan fotografiar y conversan sobre la otra realidad, la suya.